He decidido dejar de enviar encuestas de feedback.
Esta polémica declaración que atenta contra el ABC de cualquier medición de impacto de la experiencia de usuario se remonta a mis orígenes con AIDI.
Por alguna razón, tras cada evento, actividad o taller algo indispensable era mandar una encuesta a asistentes unos días después.
Encuestas cuyo error más habitual en el 90% de los ejemplos que recibo es que está (involuntariamente) diseñada como una petición de masaje virtual, porque te sale más rentable creer que todo estuvo perfecto antes que enfrentarte a detalles que te rasguen las vestiduras.
Porque uno de nuestros sesgos favoritos es el de confirmación, es decir, solo buscar aquella información que valide nuestras creencias. Muy pocas personas se atreven a preguntar por aquellas cosas que ya saben que han salido mal aunque, en honor a la verdad, si ya lo saben, ¿por qué vas a meter el dedo en la llaga?
Dicen que un barril de estiércol al que le echas un poco de vino sigue siendo un barril de estiércol, pero, en cambio, un barril de vino al que le echas solo un poquito de estiércol, ya se convierte en un barril de estiércol.
En mi experiencia, podías mandar una encuesta de satisfacción, recibir 99 respuestas positivas, pero como te cayera un hater de turno, toda la experiencia se convertía en estiércol. A lo mejor no para ti, que ya podías tener un poco de callo con esto, pero sí para las personas nuevas de tu equipo, que necesitan motivación y no ataques.
Mi caso más paradigmático fue aquella ocasión en la que pedimos feedback sobre nuestro evento anual y nos dijeron que era “demasiado gay”. Sí, coincidía con el Orgullo, pero realmente era porque llevábamos camisetas rosas.
Luego decidimos quedar con esa persona y resulta que era majísima, reconoció que ese día tenía los cables cruzados y nos explicó sus ideas de una forma respetuosa y comprensiva.
Pero, antes de eso, habíamos pasado semanas indignados con esa opinión, en lugar de pensar en las otras decenas de personas que te están poniendo por las nubes.
El día que conocí a Diego de Thinking with You me dijo “centrarse solo en el hater es una falta de respeto para todo el resto de personas que te admiran”. Cuánta razón.
En definitiva, que no voy a mandar más encuestas de satisfacción (siempre que esté en mi mano).
Porque no somos el Corte Inglés dando un servicio para que otras personas lo consuman y nos pongan una carita verde o roja al final. Somos una comunidad donde el trabajo es colaborativo y todo el mundo aporta desde diferentes roles. ¿No te gusta algo? Vente y vamos a cambiarlo juntos. Para algo hemos quitado las cuotas y los patrocinios, para no deberle nada a nadie. Si ofrecemos todo de forma gratuita no es para descuidar la calidad, sino para que la calidad también sea compartida y daña tanto un mal organizador como un mal participante.
Porque la opinión tiene que darla quien tiene que darla. No sé cómo siempre nos las apañamos para que se cuele en cada experiencia alguien que no se ha enterado de qué va la historia y, para colmo, coincide que padece de opinitis aguda. Mire, señor (suele ser un señor), que todo el mundo se despiste es culpa nuestra, que usted sea el único a lo mejor quiere decir algo. Este perfil suele ser el mismo que habla por teléfono en el tren o que le dice al camarero “ponme otra, jefe, que esta tiene un agujero”. Sus frases suelen empezar por “yo lo habría hecho así: […]” El productor musical Soma contaba una vez “¿por qué tu opinión inesperada y no solicitada tiene que fastidiarme una buena tarde?”
Porque el anonimato provoca violencia. Así de claro. Cuando pides nombres y apellidos, ganas en templanza pero también en reticencia. Sin embargo, habilita la opinión anónima y cualquier persona se enfunda su disfraz de tuitero/a para volcar sobre tu evento las frustraciones de un mal madrugar. He de reconocer que este perfil no coincide con el anterior. El señor te dice las cosas a la cara sin habérselas pedido, este solo te las dice cuando sabe que no le vas a reconocer. Si alguien no es capaz de decirte a la cara lo mismo que en el formulario, su opinión se autodescalifica, se vuelve violenta para ambas partes.
Porque una opinión debe estar contextualizada. Esto aplica a todo lo anterior. De qué sirve preguntar por sugerencias si luego te responden “pues creo que a tu evento le falta un tobogán”. Precisamente Instagram nos ha normalizado en la cabeza esa cultura de la comparación, donde vemos una historia de una marca millonaria y a continuación la de un grupo de acción local y pensamos que ambos mensajes deben ser comparables solamente porque compartan espacio. Joan Fontcuberta definía este fenómeno como la Furia de las Imágenes, pero no olvidemos que detrás de cada una hay una historia, un equipo, unos recursos, un tiempo y solo podemos evaluar de forma constructiva si conocemos las limitaciones de cada contexto.
¡Hala, Daniel! ¡Qué exagerado! ¡Te has pasado! ¡Si pedir opinión es la base del pensamiento de diseño!
Vale, claro. En ningún momento he dicho que no quiero conocer la opinión de los demás.
Quiero, y mucho.
Pero también quiero borrar los anonimatos a cambio de dar relevancia y valor a cada percepción individual.
Quiero preguntar en directo, practicar la escucha activa, la conversación.
Quiero celebrar la sinceridad, la transparencia, la contextualización.
Quiero que nos repersonifiquemos, que entendamos las historias que hay detrás de una opinión, desde cada uno de los roles implicados.
¿Cómo hacer esto?
Ese es un buen reto. De momento, generando espacios de escucha mutuos, que no es poco. Quizá lleva más tiempo que una encuesta de dos minutos, pero los resultados son mucho más enriquecedores.
Afirmo: NUNCA he obtenido nada bueno de los resultados de una encuesta (ni siquiera de los resultados positivos, esterilizados en una mísera celda de un Excel vinculado). Siempre ha sido lluvia sobre mojado o palo en la rueda.
En cambio, he obtenido MUCHO gracias a un mensaje de whatsapp, a la respuesta cariñosa a un correo, a una llamada de teléfono, a una conversación en torno a un café.
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