Hoy vengo a hablaros de Eurovisión. Qué sorpresa, ¿eh?
No os he dicho nada antes porque sé que para el resto del mundo es un evento de una noche y dentro de una semana se os habrá olvidado.
Pero si uno invierte sus madrugadas invernales en tragarse preselecciones bálticas, luego al menos quiero transmitir autoridad sobre el tema.
Para vuestra decepción: no, no vengo a hablaros de Chanelazos (eso otro día) ni de Ucrania, ni de Laura Pausini.
Vengo a contaros algo que estuvo presente durante todas las actuaciones y que quizá desconocéis quienes vuestro idilio con el festival se resume en una noche.
El escenario estaba roto.
Sí, sí, ese arco iris negro tapando la pantalla no debía estar así. Antes de los primeros ensayos, se rompió el motor cuando los arcos estaban dados la vuelta, quedando las pantallas hacia atrás.
Desconozco el proceso de selección por el que ese bonito sketch en una servilleta parecía que funcionaría.
Pero unas cuantas decenas de miles de euros se han ido a la basura.
Decenas de equipos de escenografía y producción invirtiendo centenares de horas para generar el contenido de las pantallas y las interacciones en el escenario para que el día de antes falle y, ale, un sol negro ahí en medio.
Y luego pienso la de veces que me he comido la cabeza por no escribir del todo bien un correo.
Curiosamente, hace poco hablé de la decepción que me llevé con el diseño italiano.
Este incidente me retrotrae a mi época de diseñador industrial, cuando me venían clientes aleatorios y nos pedían:
Y por alguna razón creía que cuanto más loca fuera la idea, era más emocionante. Incluso más necesaria (¿cómo puede estar el mundo sin conocer esta genialidad?)
¡Con lo rentable que es hacer algo sencillo!
Desde que descubrí todo esto de la innovación social y de trabajar con personas, incluso los proyectos de diseño (ya no industrial) los encaro de otra manera:
¿Cómo puedo aprovechar mejor estos limitados recursos para entregar el máximo valor a la necesidad de estas personas?