Daniel Llamas

Juzgando la equidistancia

En la entrada anterior hablé de los tiempos y formas de consumo de cultura, cliff-hangueando el planteamiento sobre cómo podríamos mediar socialmente en este tema. En primer lugar, me gustaría empoderar durante esta entrada el término «equidistancia», una palabra aparentemente inocua muy en boga en los últimos años por su aplicación al ámbito político (al cual hoy no entro), pero que también tiene su aplicación en el ámbito de la cultura o la creatividad. Solo hace falta analizar cómo el sesgo de polarización colectiva puede conducirnos a opinar de forma tergiversada gracias a la generación de una ilusoria sensación de ecuanimidad. Por ejemplo, supongamos la mediatización de una acción creativa algo alternativa, ya sea una pieza musical, una exposición de pintura o, por qué no, el diseño de un nuevo producto. No hace falta profundizar demasiado en Twitter para verse ahogado en el tsunami de opiniones que basan sus argumentos en la ignorancia que, en casos extremos, incluso lleva a la sentencia y al insulto. Es decir, se genera un polarización entre dos extremos que son: la realidad que acompaña a la creación que está siendo juzgada y, por otro lado, la descalificación irracional sobre dicha realidad. Una posición coherente parece, por tanto, la crítica comedida. La equidistancia entre la ignorancia y la realidad. El sesgo de polarización colectiva, brillantemente presentado y desarrollado en este artículo,  nos enseña que se ha falseado el punto medio. Abrir un juicio equidistante debería partir de la realidad, de la información, del contexto, dejando en los extremos la manipulación, tanto la que fanatiza con la ignorancia a favor de un argumento como la que peca de lo mismo en sentido contrario. Twitter basa su modelo actual en la guerra fría entre ambos extremos, cada uno intentando empujar la realidad hacia el lado opuesto (como el juego pull the rope pero al revés) para abrir campo de su lado. ¿Por qué cuento todo esto? ¿No podemos opinar de nada? Está claro que cada cual puede ser diferente en la emisión de juicios e, incluso, que una misma persona presente diferentes roles según cada contexto –como los videojugadores-. El peligro lo percibo cuando esos juicios parten de la propia incapacidad para entender la realidad desde múltiples perspectivas. Por ejemplo, la connotación de la palabra «creatividad» también ha sufrido bastante tergiversación porque, según el cristal con el que cada cual elige juzgar, una persona creativa puede ser aquella a la que se le ocurre algo nuevo cada semana, mientras que para otras puede serlo aquella que solo tiene una única creación muy bien elaborada. De hecho, esto me trae a colación una anécdota de mi cada-vez-más-lejana época adolescente en la que solía escuchar grupos de punk-rock que sacaban disco nuevo cada año, con sus mismas 10-15 canciones, todas sospechosamente parecidas. Y me encantaban. En cierta ocasión, volviendo de uno de esos conciertos, el padre de mi amigo Alejandro comentó: ¡si todas las canciones son la misma!  

Libertad de crítica

Volvamos a nuestra historia sobre la cultura y supongamos que somos capaces de evitar el sesgo de polarización, evaluando una creación no por fanatismo o ignorancia, sino desde una perspectiva racional y técnica. ¿Y eso cómo se hace? ¿Estamos todos igualmente habilitados para la crítica? ¿Quién decide la métrica sobre la que valorar una creación? Por un lado, consideramos que sí, que todos estamos habilitados para la crítica, en cuanto a la libertad individual que nos permite manifestar nuestras opiniones. De hecho, somos una sociedad a la que nos encanta opinar y, si se puede lanzar una pulla, mucho mejor. Si lo miramos del revés, entendiendo cualquier obra creativa como la manifestación de un artista, éste también presenta libertad de expresión. Por tanto, cualquier persona que crea tiene «impunidad» tanto para expresar como para ser criticado. El dilema que planteo es si realmente esto tiene coherencia. ¿Toda creación artística tiene la misma entidad, es decir, el mismo valor para manifestar al autor y, además, el mismo derecho a ser criticada? (¿Por qué existe este mismo debate en el diseño?). Reconozco que ahora (dulce juventud) me afianzo en una posición donde pienso que no, todo no vale igual y que hay creaciones objetivamente más positivas [para un fin específico] que otras y deberíamos crear los mecanismos para poder evaluarlas adecuadamente. Quizá porque en su día confié en que todas las intenciones eran igual de buenas y me escaldé en consecuencia. Crear es tomar decisiones y, para que existan las decisiones buenas, han de existir las malas. No obstante, sin ánimo de fomentar el maniqueísmo,  es imprescindible recalcar que solemos nadar en la escala de grises.  

Paradoja del conflicto de la libertad

Ahora cualquier lector algo aludido podrá ejercer su libertad de crítica y dirá «Oye Daniel, deja en paz a la gente, que hagan lo que quieran». Sin embargo, cuando aterrizamos la diatriba especulativa a casos concretos, las regañinas son predecibles. Como contaba en el post anterior, raro será que, si hago puré de las esferificaciones y afirmo taxativamente que me parece mejor experiencia gastronómica mi burrito del Taco Bell, mis acompañantes me den la razón. ¿Puedo tener la razón en ese contexto o la experiencia se reducirá a afirmar que gozo de escasa cultura gastronómica?  Es bastante habitual danzar cínicamente entre defender que toda libertad de consumo está justificada pero, a su vez, censurar ciertos comportamientos cuando no encajan en nuestros parámetros. Aquí el punto que pongo sobre la mesa (nunca mejor dicho) es que tolerar, quizá ingenuamente, que ambas actitudes son ciertas e igual de incondicionalmente legítimas me parece una incompatibilidad. Es decir, si estamos a favor de una mediación cultural que permita enseñar a unos (parcial o totalmente ignorantes sobre una materia), es porque asumimos que ellos tienen algo que aprender y, por tanto, tienen una deficiencia de conocimiento.  En mi caso, para resolver la contradicción que provoca el conflicto de la libertad, he elegido no compartir las dos opiniones sino solamente la segunda o, dicho de otra manera, he elegido autocensurarme cuando soy consciente de mi ignorancia sobre un tema (spoiler: también me ha enseñado a escuchar más y mejor). Creo que el discurso del «todovalismo» es indirectamente dañino a la sociedad por lo que pienso que cada persona involucrada en la construcción de una parte de ella debe ser lo suficientemente responsable para defender y educar en base a su conocimiento. No caigamos en la equidistancia de que «ni cultura ni anticultura, yo soy neutral».  

Quién juzga

Ahora abrimos otro melón: ¿quién debe producir esa labor de juicio y mediación? Está claro que la crítica puede nacer desde diversas naturalezas; podemos encontrarnos aquélla que surge de una vinculación tan explícita a lo criticado que puede parecer condición sine qua nom para ejercerla. Por ejemplo, para los asuntos del querer, es obvio que un juicio (por mucho carácter instructivo que se le imprima) tiende hacia el chisme y la condescendencia si la víctima del mismo no tiene vinculación emocional con el emisor del juicio, si no hay un espacio real de intercambio y de construcción. Sin embargo, hay situaciones más ambiguas en las que sentimos la necesidad de juzgar cuando puede entenderse incluso como una protesta deontológica (al sentir cierta amenaza a tu persona o colectivo), como puede suceder cuando alguien diseña (en ejercicio de su libertad) de una forma poco ética o fraudulenta. ¿Esto aplica también a la cultura y a los tiempos de consumo? Quizá una vía para analizarlo es mesurar cómo puede afectar una creación individual al resto de la sociedad. Puede ser algo sencillo de dilucidar en agravios directos pero muy complicado en la inmensa mayoría de casos sutiles. Ojalá fuera fácil trazar el efecto mariposa que provoca una creación: puede que dicha creación esté empleando recursos que se negaron a un tercero, puede que esté impactando en la percepción de una profesión o puede que esté modulando comportamientos subyacentes de la audiencia que deriven en la discriminación de un colectivo. Por supuesto que son suposiciones, pero ese poder es una realidad innegable que impregna cualquier tejido sistémico de correlaciones difícilmente traceables.  Respecto al melón abierto, matizo que me suelo sentir más juzgado que juzgador y que el logro sería conseguir que quien visita una exposición sin respetar su narrativa o quien ve una película en ritmo acelerado sienta pudor hacia su propio comportamiento. Quizá el objetivo de la mediación cultural es convertirnos en jueces de nosotros mismos. En cualquier caso, creo que siempre buscamos especialmente el rigor sobre nuestras áreas de conocimiento pero flojeamos al criticar sobre aquellas que no conocemos.  

Mediación

Quizá desprendo un aroma de resentimiento porque, durante años, no he sentido el mínimo interés por el arte, la historia, la cultura e infinidad de placeres más, pues no sabía distinguir la calidad y no conocía a nadie al lado que me lo explicara. En ese sentido, la frustración nació al sentirme «traicionado» de que una parte de la sociedad disfrutara de algo que yo no entendía y, además, ellos no disponían de los mecanismos sociales para hacerme siquiera saber que existía. Si los hubiera habido, me habría dado cuenta de mi ignorancia (efecto Dunning-Kruger) y estoy seguro de que me habría propuesto aprender (más vale tarde que nunca). En ese sentido, la accesibilidad a ciertos youtubers hablando sobre diversos temas culturales (como Jaime Altozano con la música) pienso que son grandes ejemplos de mediadores culturales modernos. Obviamente, también hay mediadores malos, exposiciones mal comisariadas y recomendaciones cuestionables, como cuando fui obligado a leer El Conde de Montecristo -mi primer libro- con 10 años. A lo mejor los millennials somos tan afectivos con los videojuegos porque en el colegio nunca nos obligaron a completar un título específico. Una mala primera elección particular y probablemente los habría odiado sin remedio en general. También está aquella falsa mediación que corresponde el extremo opuesto de la ignorancia del espectador, lo que podríamos llamar la arrogancia del creador. En su afán por tener razón, siempre prevalece el regaño sobre la enseñanza. Basa su argumento en criticar la ignorancia de la otra persona, presuponiendo que es incapaz de aprender y sin reflexionar sobre cómo su contexto particular ha podido erigirle barreras. En resumen, creo que una mediación efectiva debe partir desde y hacia toda la sociedad, con educación, tolerancia, empatía, respeto y asertividad. Así que, ¡vaya novedad! Y ahora, necesito saber si puedo volver a visitar un museo corriendo sin tener remordimientos.  

Lo siento Zebrahead, pero te ha tocado. Quizá vuestras canciones se parecían un poco entre ellas. Quizá si hubiera sabido más de música, os habría disfrutado menos. No me arrepiento, os quiero.