El otro día salió la noticia de que Marie Kondo ha tenido tres hijos y se ha retirado de mantener la casa en perfecto orden.
Me parece una noticia trivial, graciosa.
Pero lo que más me hace gracia son las reacciones de personas que se han sentido liberadas mentalmente de esa enorme presión mediática por el orden.
Porque entienden ordenar como el mero acto de mover piezas hasta resolver el puzle. Y cuando el puzle se ha roto, se acabó el orden.
Incluso me atrevo a decir que existen diferentes tipos de orden, tantos como tipos de personas. Y pulcritud no implica limpieza, igual que dispersión no implica caos.
De hecho, podríamos decir que Marie Kondo ha decidido mover el concepto de orden desde sus muebles hacia sus hijos para, precisamente, mantener el orden en su vida. Y eso es muy valioso también.
Que haya decidido cambiar, no implica que sus teorías fueran inválidas. Tampoco te legitima para no buscar las tuyas. Ella solo era una más que nos intentaba explicar cómo hacer nuestra vida mejor.
Sin embargo, ya sé lo que me chirría de tantas lecciones que veo por todos lados para hackear tu vida.
Es la asunción de que el camino hacia la mejora personal pasa por la optimización de la productividad.
Vaya, que solo hay una forma de hacer las cosas y todos debemos ir a por ella.
Encima, es la forma capitalista que tanto nos encanta (yey!)
Es centrarse en el qué y no en el cómo.
Tenemos que ser los más organizados.
Tenemos que ser los más productivos.
Tenemos que tener la casa como en un catálogo de IKEA.
Cuando lo realmente importante es por qué queremos hacer eso y, en caso de lograrlo, qué vamos a hacer luego con ese orden o con ese tiempo ganado.
También os digo, la culpa no siempre es de quien emite. Al fin y al cabo, estos mensajes se lanzan en diferido y la responsabilidad en ciertos casos también es nuestra para saber qué consumir y cómo interpretarlo.
Con la vida pasa igual, nos creamos el compromiso de que tenemos que hacer las cosas a un determinado tiempo, porque la sociedad lo dicta así.
Y si alguien se sale de ese ritmo —por veloz o por lento—, hay que reconducirle a base de nociones de productividad genéricas.
Todo esto lleva a comparativas de estándares, en lugar de alimentarnos de la diversidad de ritmos que hacen a cada persona feliz.
Estos temas a mí me generan desasosiego porque en ciertas cosas siento que llevo un ritmo muy lento y, en otras, muy rápido, respecto a lo que se supone que debe estar haciendo una persona de mi edad en mi contexto.
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