Daniel Llamas

🎙️ #60 ¿Y si Eurovisión está lleno de sesgos?

Quizá no sabías que una canción se nos pega en la cabeza porque la corteza auditiva de nuestro cerebro almacena la información básica que conocemos de una canción y automáticamente intenta completar los huecos de información restante. Por eso, para que se nos pegue una canción, debemos conocerla pero solo parcialmente. Si no se nos queda nada de la melodía o si ya la hemos memorizado por completo, la corteza deja de activar el esfuerzo de repetirla en bucle.

Este fenómeno está íntimamente ligado con el hecho de que muchas personas (probablemente la mayoría) de las que ven el Festival, sólo escuchan las canciones UNA vez, suficiente para emitir su voto. El propio formato juega con esto y te añade hasta tres rondas de repetición con la parte más significativa de cada una, para fomentar que aquella que haya generado caminos entre tus neuronas, prepondere y te impulse a votar, más que si solo la escuchas una vez.

Por eso las que clasifican directamente a la final (seis cada año), se muestran en semifinales, para jugar en igualdad de “resonancia” para el público nuevo (aunque normalmente suele salir mal y las que pasan por semifinales logran mejores resultados).

En cualquier caso, esto explica por qué no coinciden los resultados finales de público (votación general) con las predicciones (votación de eurofans, es decir, quienes ya han escuchado todas las canciones MUCHAS veces y, por tanto, se ha perdido el efecto pegadizo).

En Eurovisión, de hecho, hay muchísimos sesgos cognitivos:

El efecto pico-fin, que dice que una persona tiende a valorar mejor una experiencia a partir de su momento más alto y el momento final, más recordados que los momentos iniciales. Por eso una película tiene picos de intensidad. Y por eso, en Eurovisión, las canciones son manualmente intercaladas según estilos para que, si una es buena dentro de un estilo, resalte por sí misma, y no se mezcle con la de antes o después. De hecho, cuando el país anfitrión elige su running order en la final, suele coger el 18-25, porque estadísticamente es más probable que el público se acuerde de ti, que si actúas en primera posición. Cuando una favorita cae por sorteo en la primera mitad de actuaciones, baja en las apuestas, también por culpa de otro sesgo, esta vez la profecía autocumplida, generando un círculo vicioso.

Otro sesgo que existe en Eurovisión es el Efecto Halo, el cual nos hace creer que algo, al ser más estético, es también más funcional (y viceversa). Básicamente, que si el cantante es guapo, la escenografía es atractiva y la realización es impactante, la canción acaba sonándote mejor (de hecho, te invito a que cuentes cuánta gente es fea en Eurovisión).

Pero ojo, este sesgo tiene sus excepciones, por culpa del Efecto de Von Restorff, que hace destacar al elemento distinto dentro de una secuencia. Por eso, es una faena llevar un temazo dance el mismo año que predominan muchas canciones de ese género, aunque sean malas, porque el espectador va a bonificar, por ejemplo, una balada. Este año, a nuestra Blanca Paloma le favorece que hay MUCHO grupo y MUCHO pop, casi nada se parece a lo que llevamos.

Todos estos sesgos los explico en varias de mis clases, no sólo porque sean útiles para diseñar una buena experiencia de usuario en un servicio digital, sino cualquier experiencia en general, desde un evento (la semana pasada a última hora cambiamos de orden las dinámicas del Sarao porque había una que claramente iba a funcionar y otra donde tenía muchas dudas) hasta un relato.

En ese sentido, me he dado cuenta de que soy una persona de micro-relatos.

Porque tengo muchas historias y curiosidades que contar, cada una con una etiqueta distinta, desparejadas.

Soy como Eurovisión, una recopilación de canciones cortas de diferentes estilos que tienen que tener una relativa coherencia si quiero ofrecer una escucha completa a un público nuevo.

Estas soflamas son un buen ejemplo de ello.

En cambio, me cuesta mucho generar un relato único, un leitmotiv.

Lo que vendría a ser el álbum de un grupo.

Por eso cuando doy una charla, empiezo a saltar de un tema a otro hasta perder al público.

Si hablo de mis proyectos, no doy tiempo a la gente para que se ubique, pues cada uno de ellos son tres minutos “de canción” donde concentrar toda su complejidad de una forma comprensible.

Mi truco para evitarlo está siendo intencionalizar la fragmentación de estos relatos. O sea, que si no sé hablar 60 minutos de la misma cosa, vamos a jugar a hablar de 20 relatos distintos, con toda la intención. Eurovisionizarlos en cierto modo, para que el goteo esté justificado. Aunque también estoy probando a quitarme el foco y darle voz a otras personas, que no se trate de contar un relato, sino de construirlo durante la propia charla. Debatir y reflexionar. Una jam session de las ideas. A veces funciona mejor y otras peor.

Sin embargo, sigo con las ganas de explorar el camino de generar un relato consistente, narrativas coherentes que me sirvan para orientar conciertos enteros… ¿o no?