«¿Vaya horitas, eh?»
Este es un comentario típico por cualquiera cuando le relato las tareas que he terminado la noche anterior o cuando explico que he estado trabajando un domingo.
Ya sabéis que yo soy un búho y que mi hora de máxima productividad coincide con vuestras fases REM y eso no es necesariamente malo. Pero los confinamientos han hecho esta diferencia más evidente porque he perdido la costumbre de estar madrugando solamente para que mi horario coincida con el tuyo.
Si algo me ha enseñado la pandemia respecto a mis ritmos laborales es que antes tiraba los días yendo de un sitio a otro. Por eso, lo siento mucho si ahora rechazo tu café a quince paradas de metro y dos trasbordos de mi casa para charlar treinta minutos y tener que volverme. Vale, quizá hay encuentros presenciales que son indispensables pero en esos uno no duda si ir, simplemente va y, además, contento. Gracias a las dos horas de media al día que ahora me ahorro en transporte, quizá aprovecho a ser más eficaz, poder hacer deporte e incluso a dormir esa horita extra.
Por cierto, si alguna vez te he rechazado una reunión los martes y los jueves por la mañana es porque es mi momento de ir al gimnasio. Sí, es cuando me sienta mejor y, además, es cuando puedo. Ojalá hubiera un gimnasio a menos de 20 minutos andando de mi casa y ojalá tuviera una plaza de parking para poder ir a cualquier hora.
Por el contrario, si alguna vez te has reunido conmigo a media mañana de esos días, lamento decir que acepté tu reunión porque me da vergüenza explicarle a alguien que prefiero recortar esas tres horas matinales a cambio de ser más productivo recuperándolas después de cenar.
También te digo, si te ha llegado un correo mío antes de las diez de la mañana, casi con total seguridad te lo dejé programado la madrugada anterior.
De momento, todavía puedo permitirme el lujo de estirar la jornada laboral a todo lo que ocupa un día y meter los descansos intercalados cuando me lo pida el cuerpo pero soy consciente de que, cuando vuelva la vida social, habrá que comprimir la jornada y, eso implica sacrificios: no hay tiempo para todos ni para todo.
Para todos, porque hemos descubierto que aquella comida puede sustituirse por una videollamada o, incluso, por un hilo de correos. Y cuánto humo se puede despejar soplando un poco.
Para todo, porque estar absorbido por 20 o 30 propuestas abiertas no es megalomanía, es la imperiosa esperanza de compensar con volumen lo que no se rentabiliza en calidad.
Así que, por favor, no carguemos al workaholismo lo que puede justificarse mediante la precariedad. Probablemente mientras lees esto no me estás juzgando, pero he de reconocer que yo todavía lo hago constantemente.
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