Mediación Tecnológica
Allá por la Edad de Piedra, nuestros antepasados se dieron cuenta de que no tenían unas garras o colmillos suficientemente afilados para cortar la piel de los animales que cazaban y emplearon lascas a modo de cuchillo improvisado. Había nacido la primera herramienta.
Desde entonces, hemos inventado ruedas, antorchas, azadas, catapultas, guillotinas, bicicletas, archivadores, gafas o pañales. El objetivo de todos ellos, el mismo: ahorrar tiempo, esfuerzos o inconvenientes, respecto a lo que invertiríamos si no existieran.
Llevamos décadas donde las herramientas se han estandarizado también en el mundo virtual. Sin embargo, todavía miles de procesos críticos de nuestras organizaciones siguen dependiendo de aquel post-it pegado a un monitor, de un garabato en la libreta del jefe o, lo que es peor, de un recuerdo difuso en la memoria de nosequién.
Hay millones de martillos en el mundo, pero las formas de emplearlos adecuadamente son pocas y, hasta cierto punto, evidentes. Sin embargo, todavía no pensamos lo mismo con las herramientas virtuales. ¿Por qué seguimos mandando mensajes a nuestros proveedores de madrugada? ¿Por qué hay personas que no se enteran de que han sido convocadas a una reunión? ¿Por qué se nos pierden archivos compartidos en nuestra propia nube? Y lo más importante, ¿por qué seguimos perdiendo miles de horas intentando arreglar todos estos despropósitos?
Como consultor de innovación y, por qué no decirlo, nativo digital (por los pelos), desde que tengo uso de memoria me he desenvuelto con infinidad de herramientas digitales que me han hecho la vida más fácil a la hora de comunicarme, coordinarme o cocrear con mis equipos.
Sin embargo, no son tantas las ocasiones en que he podido experimentar un empleo de la tecnología desde una perspectiva sensata, comprensible, crítica y metódica para disfrutar de sus ventajas.
La mediación tecnológica (o virtual/digital) es un ejercicio de comunicación para que varias partes -originalmente alejadas- puedan entenderse entre sí gracias a las herramientas tecnológicas que están empleando y facilitar que se desate todo su potencial.
El término “mediación” tiene orígenes diversos, siendo socialmente más asociado quizá a la resolución de conflictos entre partes enfrentadas, ya sea a nivel diplomático, político o familiar.
Sirva de metáfora para imaginarnos que esas partes enfrentadas no requieren necesariamente de una lógica ataque-defensa, sino que en nuestro día a día constantemente nos encontramos con realidades a las que nos enfrentamos.
En ese sentido, podemos pensar en cada vez que vamos a un museo. Los cuadros están ahí y, quizá si somos conocedores de historia del arte -o el tema en cuestión-, sólo necesitamos observarlos para captar todo su significado. Sin embargo, para la mayoría del público general, existen cartelitos aclaratorios, personal de sala que te explicarán o actividades formativas. En los últimos años, además, tenemos páginas webs llenas de información y acciones por redes sociales como son las visitas virtuales, entre otras.
Esto es lo que se conoce como “mediación cultural” y, por supuesto, aplica a todas las artes, desde entender una obra de teatro hasta consumir un nuevo álbum experimental. Por supuesto, existen acciones de mediación asíncronas, como el estudio o la documentación previos sobre la pieza en cuestión.
Tomando estos últimos ejemplos, vamos a enmarcar la “mediación tecnológica” como todas aquellas acciones que ayudan a cualquier persona a comprender la tecnología de la que dispone.
No obstante, es importante destacar que, de la misma manera que el acercamiento a un elemento cultural trasciende al instante del contacto (por ejemplo, porque luego nos hace reflexionar o nos inspira para una futura creación), la tecnología no basta con ser entendida en un momento dado sino que también debe ser aprovechada.
Es evidente que la tecnología juega un papel crítico en nuestra sociedad moderna
El mundo actual presenta una complejidad sin precedentes, de la que vamos a extraer dos realidades claras para este escrito: por un lado, la vertiginosidad de los cambios (tecnológicos, pero también sociopolíticos, económicos o culturales) que han acelerado el ritmo en el que desarrollamos nuestros negocios y proyectos. Para muestra, la esperanza de vida media de una nueva empresa actualmente es mucho inferior que hace apenas unas décadas. En palabras del filósofo Zygmunt Bauman, vivimos en una era de “modernidad líquida”, que atañe especialmente a las generaciones más jóvenes, quienes han de domar una constante demanda de flexibilidad tanto en el plano laboral como en el socioafectivo (por ejemplo, el auge y desplome de las apps de citas).
Por otro lado, conocemos la existencia de una serie de emergencias globales que requieren fomentar la creación constante de nuevas vías de colaboración, como se pudo demostrar (fallidamente) durante la crisis provocada por la pandemia COVID-19. Suceden de repente, y nos pillan sin la adecuada anticipación (lo que se conoce como “cisnes negros”, término ya mítico del ensayista libanés Nassim Taleb). La presencia de un activismo social -a diferencia del que podía ocurrir en las décadas de los 60 o 70 del siglo pasado- cada vez se encuentra más fragmentada como consecuencia del globalismo y precisamente de la digitalización. En cierto modo, el capitalismo se reinventa a sí mismo, integrando los movimientos opositores en su propia maquinaria.
Si nos ceñimos estrictamente al plano tecnológico, la proliferación de innovaciones disruptivas es cada vez más frecuente. Hace unas décadas, tardábamos más de 20 años en pasar de VHS a DVD, pero ahora en apenas un año el metaverso ha gozado de su apogeo (la Revolución de la humanidad) y prácticamente ya ha quedado relegado a los anales de los blufs históricos (muchos de los cuales pueden consultarse en el Museo del Fracaso).
Además, en la última década nos han bombardeado con noticias sobre la realidad extendida, virtual y aumentada, blockchain, NFTs, criptomonedas, big data, NFTs, domótica, transhumanismo, inteligencia artificial y, en poquito, computación cuántica. Por no hablar de tecnologías más aparentemente cercanas como nuestras queridas redes sociales o la anacrónica moda del pódcast.
Conste que mi pincelada de ironía no es una censura a la tecnología en sí, sino a ese proceso de expectación que ya está acuñado hasta como el Ciclo del Hype (ver gráfica abajo). Lo más habitual es que cada tecnología, una vez pase su minuto de gloria mediática, se recoloque en el lugar que le corresponde. Por ejemplo, yo viví la carrera de ingeniería en diseño industrial hace ya más de una década con la promesa sempiterna de que la impresión 3D revolucionaría los hogares y será un electrodoméstico más (también llegué a hacer un trabajo sobre el esperanzador futuro de la movilidad con Hyperloop). Sin embargo, sería injusto reconocer su verdadera utilidad puesto que, una vez pasada la fase de los yodas de polímero, se ha asentado y se sigue investigando de forma verdaderamente útil en diferentes sectores industriales (aeronáutico, médico, edificación…).
Realmente, es evidente que los procesos de colaboración, las crisis y las tecnologías siempre han existido. La novedad es que la tecnología actual nos ha permitido llegar a nuevos estadios para que esta colaboración no tenga distancias geográficas y, además, aporte un valor añadido gracias a los medios digitales.
No obstante, esta forma de trabajar basada en la colaboración, no es nueva en el mundo de la empresa, y hay profesionales de la innovación que llevamos años diseñando procesos para que todos los productos, servicios, experiencias y sistemas que nos rodean funcionen.
No se trata de magia, sino de ponernos a trabajar directamente con otros departamentos, colaboradores, clientes y hasta con usuarios, algo insólito hace tan solo unas décadas.
Si aprovechamos adecuadamente la tecnología, podremos desatar la inteligencia colectiva
El concepto de “inteligencia colectiva” es definido por Amalio Rey -experto en gestión de la innovación- en su libro homónimo como aquella que surge de las personas que hacen cosas juntas. Podemos combinar este término con el de “innovación abierta”, es decir, introducir en las instituciones agentes externos o internos que históricamente han estado excluidos de sus procesos de investigación, creación, toma de decisiones o implementación.
De esta manera, podemos imaginar una serie de beneficios que la tecnología nos ayuda a conseguir para lograr unas estructuras más justas, más sostenibles, más abiertas y, en definitiva, más inteligentes.
1/ Mejorar la eficacia de los procesos cognitivos individuales. En el año 1962 se realizó un experimento donde se amarraba un ladrillo al lápiz de un creativo escritor, y se comparaba su rendimiento respecto a una escritura ágil sin el lastre. La experiencia demostró que el ladrillo no sólo afectaba en términos de velocidad, sino que esa ralentización influyó directamente en la brillantez del resultado. Con la tecnología nos ocurre similar: cuando tenemos la posibilidad de realizar un proceso de forma más rápida, automática o cómoda que en su vertiente analógica, el cerebro también se adapta a dicha velocidad para optimizar sus procesos cognitivos. Esto ocurre especialmente a los conocidos como “nativos digitales”, cuyos mecanismos físicos y mentales ya están totalmente configurados para con el entorno virtual. Como es su hábitat natural, pueden conseguir el mayor rendimiento (lo siento si eres boomer y no estás de acuerdo con este punto).
2/ Fomentar la colaboración sobre la individualidad. A pesar de ese power-up del que podemos gozar individualmente, no tiene sentido considerar la tecnología como un mero elemento acelerador. El verdadero potencial que nos permite desplegar es el de conectar a millones de personas de forma remota, independientemente de la distancia a la que se encuentren e, incluso, de la necesidad síncrona de las reuniones físicas. No voy a pararme aquí a enunciar las virtudes y peligros de internet como red global porque llego treinta años tarde, pero en mi experiencia personal, todavía nos queda el reto de cómo articular correctamente estas redes de colaboración en pos de un impacto positivo en lo social, cultural, educativo, económico y político.
3/ Descentralización del conocimiento. Dejo quizá para el final la justificación más prosaica, pero la tecnología indefectiblemente nos aporta seguridad a la hora de trabajar. Seguridad en muchos sentidos, desde el acceso a información que desconocemos hasta la capacidad para guardar copias automáticas (backups) que salven nuestros avances sin riesgos a un mal apagón. Cuanto más interconectados estamos (gracias a tecnologías como las famosas “nubes”), más fácil es tener un sistema de trabajo robusto donde toda nuestra información está sincronizada sin depender de guardados locales o de agendas analógicas. Nuestro ordenador prácticamente se ha convertido en una interfaz transaccional para acceder a dicha información, en contraposición con el elemento almacenador que sí era hace apenas diez años.
Existen infinidad de beneficios adicionales de utilizar la tecnología con nuestros equipos, pero realmente este texto se centra en los beneficios de la mediación tecnológica. La función de esta práctica es, en primer lugar, educar sobre las implicaciones, beneficios y riesgos de cada uno de estos avances tecnológicos. En segundo lugar -y todavía más importante-, ayudar a emprender prácticas específicas que emplean la tecnología para ayudar a personas, colectivos y organizaciones a lograr cambios beneficiosos.
Si analizamos los extremos de este objetivo, podemos conformarnos con unos mínimos, como cuando un equipo se comunica a través de un grupo de whatsapp, se organiza con un calendario conjunto o tiene sus archivos en una carpeta compartida (lo cual todavía es el estándar de digitalización de la mayoría de pymes del país). Sin embargo, también podemos hablar de un potencial verdaderamente transformador, que permita impulsar la innovación de las organizaciones de forma sistémica y repercutir en la sociedad en su conjunto. Una revolución aspiracional que, hasta ahora, sólo sucede en el 1% de los escenarios, a pesar de que mi sesgo del superviviente 🧩me hace creer que es un porcentaje más elevado, porque es el reducto en el que me muevo laboralmente.
Y entre medias, todas las demás posibilidades en que es necesaria una mediación
El lado oscuro de la tecnología y de su implementación descontrolada
Volviendo a aquel punto en el que hablaba de que la tecnología debe emplearse de forma “sensata, justa y sostenible”, cualquier lector mínimamente crítico puede resaltar que eso es imposible si la enmarcamos en el sistema capitalista y exponencialista que la hospeda. Y tendrá toda la razón. Por eso, vamos a repasar algunas alertas que debemos tener en cuenta a la hora de implementar tecnología en una estructura de personas y mediar con ellas.
- Resistencia al cambio cultural. El sesgo del Statu Quo es una condición cognitiva que afecta a todo ser humano y nos hace preferir la situación actual antes que una hipotética (más vale malo conocido…). No es una cuestión de pensamiento reaccionario, sino de atajos cerebrales. Nuestro día a día está cargado de automatismos que tenemos aprehendidos, porque de otra forma la cantidad de micro-decisiones que deberíamos tomar se dispararían. Las rutinas nos aportan estabilidad y capacidad de previsión. En una organización sucede igual. Las inercias son difíciles de reorientar y todo cambio genera fricción, por muy positivo que sea a largo plazo. Existen metodologías específicas para gestionar estos cambios (tiene que ver con lo que de verdad es una transformación digital, y no instalar cuatro programas).
- Cambio del centro de gravedad del centralismo. Esta paradoja sucede cuando, en un esfuerzo por digitalizar toda la información de una organización, ésta pasa de estar en los papeles del despacho del jefe de turno a estar en las carpetas virtuales que también dependen del mismo jefe. Hemos virtualizado el problema, pero sigue habiendo un problema. Una correcta estrategia de digitalización tiene en cuenta el pragmatismo del día a día de todas las capas de la entidad, teniendo en cuenta el Test del Autobús (¿qué pasaría si a ese jefe del que dependen los archivos le atropella —Dios no lo quiera— un autobús?). Si añadimos dependencia a proveedores externos, por ejemplo, para editar una letra de nuestra web o hacer una copia de seguridad, el proceso puede volverse insoportable.
- Venta del alma al diablo. La dependencia mencionada en el punto anterior es muy tangible, pero en cierto modo inocente, si la comparamos con la cesión indiscriminada de nuestros datos que estamos haciendo cada día a poderosas multinacionales. En el mejor de los casos, haremos como que hemos leído una política de privacidad y rezaremos para que nos hackeen las contraseñas. En el peor (y más realista) la dominancia de estas oligarquías tecnológicas en el plano socio-virtual implica una proliferación de bulos, desinformación, malas praxis, discursos de odio e impacto medioambiental negativo. Que nadie piense que un algoritmo es neutral, es una herramienta en propiedad de una empresa con un fin lucrativo -y generalmente poco conmiserativo- la cual, además, ha sido diseñada con toda la mochila de sesgos de sus creadores (normalmente, hombres blancos ricos occidentales).
- Salvar una brecha para abrir otras. Por supuesto, la búsqueda de la accesibilidad es una condición imprescindible a la hora de practicar la mediación tecnológica. De nada sirve introducir herramientas digitales en un entorno comunitario si hay personas que, por falta de capacitación, conectividad, etc. no pueden acceder a ellas en las mismas condiciones. Una verdadera mediación tiene en cuenta otros factores como la edad, la herencia cultural o las diversidades sociales.
Estos riesgos deben ser estudiados y trabajados de forma conjunta para que la mediación tenga efecto. Para ilustrar por qué, voy a recurrir a un ejemplo polémico por el cual puedo ser colgado en múltiples plazas públicas. Muchas veces, precisamente en entornos afines a la inteligencia colectiva, se defiende la implantación de herramientas opensource o de código abierto, para sortear los puntos segundo y tercero anteriores.
Sin embargo, estas herramientas en muchas ocasiones requieren de conocimientos moderados de código, de la instalación de programas en tus propios servidores y cuentan con interfaces desactualizadas, que rompen con la tendencia predominante en el mercado (se saltan la ley de Jakob, por la cual entendemos más rápidamente interfaces que se parecen a otras que ya utilizamos).
Por tanto, aunque son efectivas resolviendo ciertos problemas, se produce un efecto rebote y se acrecientan otros, generando brechas enormes de accesibilidad digital. Esa es la razón por la que seguimos utilizando Whatsapp en lugar de Telegram, aunque un análisis riguroso nos haría decantarnos sin duda por esta última como la opción más beneficiosa. Todo el mundo usamos Whatsapp porque se entiende mejor, y lo entendemos mejor porque lo usamos todos. Es un círculo vicioso con una inercia muy difícil de romper. Y normalmente, cuando se rompe, es porque la multinacional de turno, decide mover sus piezas en el tablero (como cuando Facebook dio paso a Instagram, ambas cabezas del mismo dragón).
Finalmente, no nos confundamos: la premisa de que toda tecnología necesita mediación no implica que toda mediación necesita tecnología. Al contrario, existen una bonita lista de situaciones donde otras prácticas no sólo son posibles sino recomendables, más allá de estas herramientas.
En el momento en que “abrimos el grifo” a la innovación tecnológica, es fácil dejarnos llevar y alcanzar complejidades innecesarias para procesos sencillos. Al igual que en el ejemplo inicial del museo, a veces una interacción desnuda -virgen- con el cuadro, nos puede aportar un esfuerzo cognitivo y sensitivo que también genera aprendizajes o emociones.
Por eso, antes de subirnos al carro de la tecnología de moda, valoremos si realmente la necesitamos.
Cómo podemos ejecutar una buena mediación tecnológica
Lo que voy a contar ahora da para un libro aparte (quién sabe), porque poner en marcha una estrategia de mediación tecnológica depende totalmente de los objetivos, el contexto, los miembros y los recursos de cada organización.
- Cuando trabajamos con público diverso (lo cual suele ser habitual a no ser que una organización funciona como una Cámara de Eco), debemos partir de un mínimo común múltiplo sobre el que asentar unas bases que esas personas comprendan. Una vez todas han aprendido a caminar, decidiremos a quiénes hay que enseñar a correr.
- Si la tecnología hace dejarnos cosas atrás, debemos valorar otros factores más allá de la mera productividad. Antes he descrito la destreza tecnológica de los nativos digitales pero, más allá de sus ventajas, está suponiendo una merma en el desarrollo de las habilidades sociales y de la inteligencia emocional para generaciones enteras.
- Las herramientas siempre siempre siempre van a ser un medio para conseguir un objetivo. Cuando utilizamos un martillo, nuestro objetivo no es golpear el clavo. Golpear el clavo es el medio para un objetivo ulterior, como puede ser colgar un cuadro. La clave para que ese objetivo se cumpla depende de una correcta aplicación de un proceso fiable, lo que llamamos metodología.
- Tengamos cuidado con abordar los procesos de mediación desde la condescendencia o el paternalismo. Ayudar a aprender implica dejar margen para el error, la exploración y, en ciertas dosis controladas, frustración. A veces son contraproducentes los tutoriales obscenamente detallados que confunden más que ayudan, porque se centran en que el usuario replique una sucesión de pasos, en lugar de que entienda la lógica de ese proceso.
- Finalmente, nuestro querido pensamiento crítico, tan olvidado como necesario en procesos tecnológicos. Las consideraciones éticas ante decisiones que afectan a grupos de personas son necesarias cuando queremos crear marcos de convivencia que sean sostenibles y legítimos a largo plazo. No obstante, vigilemos que estas objeciones no nos paralicen eternamente o deriven en debates demasiado elevados que supongan una nueva brecha conversacional.
Corolario: todo por aprender
La catedrática en psicología social Carol Dweck hablaba de que los humanos podemos tener dos actitudes vitales ante el aprendizaje. Por un lado, están quienes cuentan con una mentalidad fija, es decir, entienden sus propias capacidades intelectuales de una forma determinista, lo cual conduce a poca tolerancia al fracaso, a la crítica y a los desafíos. Por el contrario, están quienes asumen la flexibilidad de este mundo líquido con una mentalidad de crecimiento y se centran en potenciar su capacidad de adaptación a cualquier contexto novedoso.
Con la tecnología es especialmente sensible esta segunda visión. Nuestro sistema cognitivo bonifica más saber cómo crear conexiones entre neuronas que la conexión en sí. Porque una vez abramos un nuevo camino sináptico -por traumático que sea-, nos será más fácil identificar patrones conocidos para abrirlos en futuras ocasiones. No me des el pez, enséñame a pescar.
Por esta razón, a pesar de haberme tirado horas escribiendo estos párrafos, soy bastante hater de la dependencia acrítica de la tecnología y será habitual que me veas posicionado con opiniones a priori contradictorias con la caña que le doy a todas mis herramientas digitales. No soy tan volátil, simplemente prefiero un enfoque más desenfado, donde dominar la esencia que subyace de cada una de esas herramientas para permitirnos el lujo de improvisar. A esto le llamo hackear las herramientas y afecta a todos los planos de la vida.
Sólo entonces, no temeremos nada que nos puedan echar encima.
Ahora te he contado el “por qué”. Si quieres descubrir el “qué” es mi deber como escritor recomendarte este Manual de Herramientas, donde explico cuáles son las buenas y malas prácticas que he identificado en diferentes familias de herramientas que llevo años utilizando con presteza.
Si algún día quieres saber el “cómo” empezar a trabajar la mediación tecnológica (recordemos, de la mano de la inteligencia colectiva y la innovación abierta) en tu ecosistema organizacional, envíame un zumbido. 😉
Enero de 2024