Daniel Llamas

Los hitos son historias

Como puede que ya sabéis, me gusta ir a los sitios en metro. También me gusta escuchar música durante todos mis trayectos. Cuando llego a mi reunión o evento en cuestión, me quito los auriculares y corto Spotify. Voy avanzando en mis compromisos diarios y, como cualquier persona cantarina, acabo tarareando algún estribillo que se repite en mi cabeza durante toda la jornada. Es hora de volver a coger el metro de vuelta a casa y, como norma, reabro Spotify y… ¡sorpresa! ¡La canción que lleva metida en mi cabeza todo el día es exactamente la misma que estaba pausada en Spotify! Lógicamente no es magia, coincide que fue la última que estaba escuchando cuando interrumpí la reproducción y, por tanto, se quedó en mi subconsciente tontorrona. Esto mismo, también conocido como efecto Zeigarnik, nos pasa mientras trabajamos; cuando dejamos una tarea a medias es mucho más fácil de recordar y que pensemos involuntariamente sobre ella que cuando ya la hemos dado por cerrada. Aprovechar este sesgo cognitivo nos puede ayudar a la hora de elegir cómo planificar las tareas de nuestra jornada. Pero, espera: ¿es bueno que una tarea se nos quede en la cabeza dando vueltas? Pues depende; algunas tareas conviene cargárselas cuanto antes para cerrar el asunto, pero otras requieren de espacios de reposo para recuperarlas más maduras y seguir trabajando sobre ellas. A la hora de trabajar, es de sentido común evitar las distracciones y las interrupciones, lo cual no sólo pasa por silenciar o ignorar las notificaciones durante el tiempo que dure la tarea, sino en evitar pretender hacer muchas cosas distintas a la vez. Yo soy el primero que, durante el minuto que tarda en abrirse Solidworks, aprovecha para responder un correo pero, a la larga, si echo la cuenta, no me sale rentable: acabo contestando un segundo correo y quizá un tercero -ya que estoy- y acabo yendo a Solidworks quince minutos más tarde. cuando ya se me ha olvidado por qué lo estaba abriendo. Hay una técnica de reparto del tiempo muy conocida llamada la técnica Pomodoro que establece tiempos de dos horas de trabajo ininterrumpido para alcanzar el «estado de flow« y ser muy productivos, seguidos de media hora de descanso verdadero y desconectado del trabajo. Dentro de esas dos horas, dividimos el tiempo en cuatro períodos de 25 minutos de trabajo (llamados «Pomodoros») + 5 minutos de leve descanso (beber agua, ir al baño…). Vale, pero ¿qué hacemos con las tareas más largas de dos horas? Pues hay que descomponerlas en tareas más pequeñas, de tal forma que quepan en bloques de dos horas de trabajo. En mi caso, programo en mi calendario de forma semanalmente recurrente bloques de dos horas dedicados a avanzar en ciertos asuntos (preparar posts para RRSS, escribir en este blog, avanzar en mi proyecto tal…) e intentando cuadrar mis objetivos en esos espacios. Habrá semanas en las que una jornada sean cuatro bloques del mismo asunto y tenga que «arrastrar» en el calendario otros bloques hacia los posteriores días, pero una vez acaba la semana debo haber resuelto todos los bloques pendientes para no procrastinar, a no ser que sean poco urgentes. ¿Y cómo sabemos si una tarea se puede dividir en otras y con qué criterio? En ese sentido, a mí me gusta definir dos conceptos diferenciados: hitos y tareas. Un hito básicamente es un conjunto de tareas pero, para expresarlo de otra manera (similar al product backlog o a las user stories de scrum) lo considero como «aquello que quiero conseguir». El hito es una historia, un suceso. La tarea es una acción, un proceso, la unidad mínima de trabajo que tengo que hacer del tirón. Supongamos que el quiero reservar un espacio para un evento que estoy organizando. Eso no sería una tarea, sino un hito: «espacio reservado para evento». Las tareas en las que se puede descomponer* serían:
  • «Buscar las webs de mis 10 espacios de coworking favoritos».
  • «Apuntar en un excel los precios y aforo de su sala de eventos».
  • «Llamar por teléfono a aquellos que me interesen pero de los que no tengo información».
  • «Ordenar espacios por prioridad según criterio x».
  • «Llamar a espacio ganador para pedir disponibilidad y presupuesto».
  • «Llamar al segundo espacio si el primero no puede…»
  • […]

* Lógicamente podemos simplificarlo en la única tarea de llamar al espacio para reservar si lo tuviéramos muy claro, pero es un ejemplo.

Ok, eso son muchas tareas… ¡claro que lo son! Si creemos que sólo tenemos una tarea por delante (reservar un espacio), caeremos en la trampa de intentar quitárnosla del tirón, momento en el que descubriremos que tiene muchas tareas hijas ocultas. Otra cuestión muy importante es cómo mesurar esas tareas para poder repartirlas correctamente en el bloque. Aquí me he inventado un sistema (que realmente acabo aplicando a ojo) consistente en otorgar puntuación a cada una de esas tareas en función del tiempo que estimas que tardarás en completarla. Imagina que 1 punto es una tarea de 5 min (donde incluimos todas aquellas microtareas que se pueden hacer en menos). 2 puntos = 10 minutos. 3 puntos = 15 minutos. 5 = 25 minutos (dos Pomodoros). 8 = 40 minutos. 13 = 65 minutos. 21 = 105 minutos (apróx. el ciclo de cuatro Pomodoros). Aplicar la sucesión de Fibonacci a esta ponderación ayuda a combatir la Falacia de la Planificación, por la cual siempre infraestimamos la duración que nos va a llevar una tarea. Es bueno programar la tarea en función del siguiente número al que consideramos inicialmente: si creemos que algo nos va a llevar 15 minutos, mejor saltar a los 25 minutos de previsión; si va a durar, por ejemplo, 7o minutos, ya redondeamos hacia arriba hasta los 105 min para cubrirnos en salud (lo agradeceremos). A lo largo del día, suponiendo que tenemos una jornada de cuatro bloques de dos horas, un arte es entendernos a nosotros mismos para saber cuándo conviene hacer un tipo u otro de tareas. En mi caso personal, me gusta dedicar el primer bloque de tiempo a acumular tareas pequeñas que resolver (de puntuación 1, 2 o 3) y, si pueden ser del mismo tipo, mejor. De esta forma, por un lado, notamos sensación de avance porque, aunque sean tareas cortas, son tareas finalizadas (y nos las cargamos de nuestra checklist). Por otro lado, evitamos distracciones por el coste de cambiar constantemente el chip de un tipo de tareas a otras completamente distintas, para lo cual aprovecharemos el descanso programado. Si contestar un correo es una tarea que me lleva 5 min (puntuación 1), cuyo hito es «bandeja de entrada limpia», me gusta acumular esos correos hasta un momento determinado (después de comer o antes de acostarme) y quitármelos del tirón. Si me sobra hueco en ese bloque de dos horas, prefiero aprovecharlo para tareas «hermanas», como escribir algún post en mis redes, contestar a los mensajes de Linkedin o buscar información sobre algún blog que me había apuntado, en lugar de, por ejemplo, ponerme a modelar. En cambio, me gusta dejar para el último bloque –el nocturno porque soy un búho– para avanzar en mi proyecto personal del taxi, donde hay mucho que redactar y de investigar, lo cual me resulta más cómodo por la noche con menos opción de distraerme y sabiendo que, si caigo presa del sueño, no es algo urgente que debo tener finalizado la mañana siguiente y puedo arrastrar parte del bloque hacia otro día. Es clave conocer cuándo trabajamos mejor en qué tipo de tareas, algo que, por desgracia, es más complicado de conseguir en una empresa. Además, hay tareas que inexorablemente son más largas que dos horas, para lo cual tenemos que encontrar un criterio con el que dividir el progreso o, al menos, separarlas en bloques para controlar el tiempo que nos lleva. También hay tareas que, aunque parecen agrupables, no salen rentables si las acumulamos en el mismo Pomodoro, ya que requieren de una inspiración o energía especial y necesitan ese tiempo de maduración. Cuando escribo en el blog, me gusta avanzar dos horas un día y otras dos horas otro día, incluso dejando una semana entre medias. Claro que a priori escribir cuatro horas seguidas podría ser más eficiente pero, como no es una tarea mecánica, la experiencia me ha demostrado que dejar pasar varios días me permite retomar una entrada con ideas nuevas y los atascos que tuve en el anterior intento de repente se solucionan. También esto puede estar forzado por la situación: en el caso de la búsqueda de coworking, si necesito que varios espacios me manden sus precios por correo, y decido que quiero darles tres días de margen para que lo hagan, no tiene sentido seguir avanzando y especulando si la tarea depende de un tercero. Al volver al asunto a los varios días, en su nuevo bloque, y quizá con varios correos recibidos, es probable que ya tengamos más claro cuál es el criterio que queremos aplicar. En cualquier caso, al igual que los estudiantes siempre teníamos la creencia de que contábamos con tiempo de sobra para presentar cualquier entrega (y luego descubríamos que no), a  la hora de estimar los tiempos hay que tener mucho cuidado con las velocidades reales con las que trabajamos y debemos aprender de nuestra experiencia pasada. Solemos tender a subestimar la longitud de las tareas ya completadas y perder la referencia de la realidad. Yo como madrileño siempre diré que «se llega en na» (15-20 min) a cualquier sitio, pero realmente sé que tardo 25-30 minutos en estar en la Puerta del Sol, por lo que luego no me puedo comer esos diez minutos y creer que los puedo recuperar subiendo las escaleras algo más rápido o esperando en la puerta adecuada, como explica el sesgo del ahorro del tiempo.  A la hora de trabajar, creemos que ir más rápido de lo adecuado bajará mucho el tiempo de las tareas, cuando realmente puede provocar una disminución de la calidad de nuestro trabajo y, a la larga, una desconcentración o una revisión del mismo. (Vísteme despacio que tengo prisa). Bueno, ya han pasado mis dos horas, es hora de pasar al siguiente bloque. ¡Nos vemos!